El 13 de marzo de 2013, iba en la buseta rumbo a mi trabajo. Seguíala
noticia del día por la emisora que el conductor tenía sintonizada en una
importante cadena radial. Momentos antes de subirme, pensaba en lo que había
visto en la televisión, antes de salir de casa. ¿Qué nombre debería tomar el
nuevo Papa latinoamericano? La pregunta tenía importancia por el mismo hecho.
Era la primera vez que la iglesia Católica nombraba un Papa del otro mundo, de
lejos, del sur. Y pensaba: si de verdad la iglesia quiere transmitir un mensaje
de renovación, si de verdad este es un papá latinoamericano debería tomar un
nombre latinoamericano. Pensaba cuál podría ser el mejor nombre para un Papa
que dijese venir de estas tierras. Inmediatamente la imagen de la tierra se me
llenó de rostros de campesinos, de negros, de indios, de olvidados, de
desterrados, de pobres. Hay algo en el imaginario colectivo que nos hace
asociar lo latino con lo pobre. Pero tenía sentido, fue aquí que pensamos por
primera vez en un evangelio desde el pobre, y pensé en Boff, y pensé que Boff
era franciscano, y pensé que Francisco optó por ser pobre, desprendido,
desposeído, así que la asociación semántica y fáctica de estas ideas me
llevaron a concluir que el nuevo nombre del Papa latinoamericano debería ser
Francisco. Y cuando se me ocurrió, sentí una profunda alegría.
La radio que se dejaba oír, narraba desde la misma plaza de San Pedro
los acontecimientos propios del habemus papam,
y la sorpresa por haber nombrado un Papa
no europeo - el último había sido del siglo octavo-. Pero pensé, desde la
desesperanza, que sería imposible que el nuevo Papa se llamase Francisco, pues la
tradición hacía suponer que se preferían los nombres establecidos, los ya usados,
los que contaban con números las veces que otros lo han llevado encima. Un
nombre nuevo es demasiado arriesgado, era mejor seguir la corriente, no
cambiar, dejar todo como estaba. Pero cuando anunciaron por la radio que el
nuevo Papa se llamaría Francisco, un corrientazo me recorrió el cuerpo.
Y en ese momento, perdóneme si sueno presumido, imaginé que el Papa y
yo, pensábamos igual. Ambos nos hubiésemos puesto el mismo nombre. Y aunque después
supe que sus razones no son semánticamente tan diferentes de las mías, mi
beneplácito no radicaba en tamaña coincidencia, sino en la esperanza que Dios
me transmitió con ella. Que en la semántica divina, las asociaciones más
extrañas son a veces las más reveladoras. Siento que hace rato Dios no me
habla, pero ahora pienso que me escribe, y que puedo reconocer su letra, su
sintaxis, y que su decir contiene un mensaje inacabado, siempre abierto,
sorprendente, un texto escrito en la espesura de lo cotidiano, plagado de
sencillez y locura: “ánimo, no pierdas la esperanza, las cosas pueden cambiar,
yo estoy aquí”.
Julián Andrés Burgos Suárez
Tomada de: https://www.google.com.co
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